María ha subido al cielo y los ángeles se alegran. La Mediadora de todo don, la madre de Dios, la que engendró al Ungido, se fue al Cielo. Por la fe sabemos que, después de nuestra resurrección, la conoceremos. Que, aunque no la hemos visto nunca, la hemos sentido siempre cercana, porque Dios le ha otorgado el don de ser el canal por el que nos llega toda dádiva. Sabemos que es nuestra madre, porque así nos lo dijo el Redentor, y no en cualquier circunstancia, sino mientras se ejecutaba la dolorosa condena de la Cruz: «ahí tienes a tu hijo, ahí tienes a tu Madre» (Jn. XIX, 25-27). Pero no la hemos visto. Porque se ha ido. Y esa pérdida, que debería producir dolor, se mitiga por la sabiduría profunda que nos es infundida para confesar que está ahí, como su hijo, viviendo para interceder por nosotros.
María es madre de toda la Iglesia y por tanto de la militante, de la purgante y de la triunfante. Su maternidad de la comunidad militante la hacemos evidente rezándole el santo rosario y acudiendo a ella para cualquier necesidad. Pero su maternidad sobre la iglesia purgante se manifiesta en que es ella la que se ocupa de las almas del purgatorio. María es mediadora de todas las almas del purgatorio por lo mismo que ella ha engendrado para la vida sobrenatural a todas las que entran en el Cielo.
En el día de su fiesta es lógico que haya especial alboroto entre las almas del purgatorio, a la espera -no de otra manera de lo que sucede entre los que penamos en esta tierra- de que María les coja suave y elegantemente de la mano y los saque de allí para siempre. Hoy es la hora de rezar más a María y pedirle que sea generosa y buena con más almas del purgatorio.