El infierno existe. Esta ahí para castigar eternamente los pecados de los hombres. Todos los pecados. De todo tipo. Cada pecado. Cuando alguien le diga que el infierno no existe, échese a temblar. Porque el demonio, que también existe, está intentando engañarle. Decir que el infierno no existe es escandalizar, esto es, provocar a otro al pecado. Al error moral. Enseñar que el infierno no existe es un pecado muy grave, porque hay tontos que se lo creen y van y caen en el hoyo. Un agujero del que no se sale nunca, nunca, nunca. Santa Faustina Kowalska explica francamente bien cuáles son las comodidades del hotel infierno:
Vamos a conpendiar este texto. En el infierno la pena primera y principal es existencial. Como estamos creados para servir a Dios por toda la eternidad y para gozar de Dios como hijos suyos mediante nuestra incorporación a Cristo, la principal pena del infierno es ver frustrada nuestra propia condición existencial, y encontrarnos con que, por efecto del pecado y del engaño de Satanás, la existencia misma pasa a ser como tal una tortura en vez de una gozada. Así de fácil. Así de existencial. Así de terrible. Así de estúpido. “Nos hiciste Señor para Ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti» (San Agustin). Pues no: en vez de eso, todo lo contrario. Una condena existencial. Lo más terrible que imaginarse cabe.
La segunda pena es el continuo remordimiento de conciencia. Un continuo y perpetuo «¡pero seré tonto…!». Cuando uno se sabe tonto, y conoce que, por ser tonto, se ha equivocado, porque le han estafado a pesar de que conocía el camino correcto, la perpetua soberbia propia de las almas del infierno lleva a lamentarse continuamente del error. Se asume el error, se asume el engaño, pero el alma no clama por la gloria que debía a Dios y no le ha dado, sino por su ya perpetua y consumada estupidez. Surge así, no arrepentimiento, sino orgullo de condenado, que se ha pasado de listo, y no le remuerde la conciencia, sino la soberbia, ya eterna, que le hace pensar: «¡Cómo es posible que a mí, que soy tan listo, todo un intelectual, me haya podido pasar esto!». El mejor ejemplo es, creo yo, el de quien está colgado de un rascacielos, seguro de sí mismo, y mientras cae piensa «anda, si la cuerda era floja». Una caída que es más terrible que el golpe, porque es perpetua.
Luego viene la idea de que el infierno existe «pero ya lo derogarán». Es el tercer remordimiento. Piensan «algún día se acabará». Como si el infierno fuera para una temporada, pero luego alguien viene y le pone fin, como si fuera una realidad terrena, una pena de cárcel: «de aquí se sale». Como si hubiera esperanza. El condenado a pena de prisión tiene la esperanza de salir algún día del trullo: «ni siquiera la cadena perpetua es perpetua». Pues no. Del infierno no se sale. La cadena es perpetua, en el más literal sentido de cadena y de perpetua. Lo expresa perfectamente el catecismo de la Iglesia Católica:
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1035.
¿Puede usted imaginar algo que es «para siempre, para siempre, para siempre»? Pues así son tanto el Cielo como el infierno. Para siempre. Recuerden la actitud de Santa Teresa de Jesús, cuando siendo niña se dirigió a tierra de moros con su hermano para ser martirizados, que ella misma narra en el libro de su vida, diciéndole que el fruto del martirio era el Cielo «para siempre, para siempre, para siempre». Pues así es también el infierno: para siempre. Inimaginable.
Luego está el fuego. Es bastante llamativo, porque quema pero no consume materia. En el infierno nadie está «quemado»: todo el mundo está ardiendo. Un fuego espiritual diseñado para combustir el alma y de paso el cuerpo, pero sin consumir ni una ni otra. La primera porque no el alma no es material ni por tantocombustible y el segundo porque cuerpo es material pero el fuego es espiritual. ¿No lo entiende? No se preocupe. No hay nada que entender. Lo importante es no experimentarlo. Si quiere entenderlo, ya va mal. Dios es inintelegible. Si no, no sería Dios. Y ha sido Él mismo el que lo ha revelado. Haciendo click aquí encontrará una selección de versículos del Nuevo Testamento sobre el fuego del infierno. Es importante este fuego. Porque hace ver, por comparación a cómo es el fuego por aquí abajo, que el infierno es terrible. Y si los otros tormentos son aún más duros que arder para siempre, se pueden imaginar en qué habrá quedado su consagración de por vida al «Estado del bienestar» en vez de al bienestar de Jesucristo, único nombre bajo el Cielo que nos ha sido dado para que podamos salvarnos:
10 sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. 11 Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. 12 Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.
Hechos, 4, 12
Y seguimos. Porque queda mucho más. El paso siguiente es el castigo general de la mente y de los sentidos. La oscuridad de la mente, mucho peor que la de la vista. Usted seguramente habrá querido vivir en el «siglo de las luces», en la adoración de la razón, en la búsqueda de la «verdad científica». Y eso está bien. Ocurre sin embargo que hay que dar un paso más. Nuestro Señor Jesucristo es Él mismo la Verdad. O sea, la verdad no es sólo un concepto. Es una persona. Es un atributo del ser y por tanto de Dios. Dios es el ser. Y Jesucristo es Dios hecho hombre. Esa es la verdad que hay que buscar. Si la ha encontrado, tendrá la luz. Si no, padecerá -para siempre- esa oscuridad característica de que habla Santa Faustina Kowalska. Pídala porque Dios se la da a todos los que se la piden. La oscuridad del infierno, que no es sólo de los ojos. Nunca verá la Verdad, porque la Verdad tiene nombre y apellidos, y usted no habrá querido verla.
Luego están los olores. Si en la cárcel huele mal, y en las letrinas huele mal, no quiero ni imaginar la peste que debe haber en el infierno. No es por las defecaciones, es por los pecados de cada uno. Los pecados tienen pestilente olor moral, mucho más apestoso que el mal olor corporal. El pecado se hace presente e inunda la estancia. Sin desodorante alguno. En el infierno no hay colonias. No le arriendo la ganancia a los condenados, porque la pestilencia no es para un ratito, como si fuera una ventosidad explosionada por el vecino, sino un hedor que dura para siempre, una variedad de moñigas que no se endurecen nunca. Como para anidar en esa celda.
¿Y qué me dicen de la compañía de satanás? No debe ser nada grato convivir con el propio verdugo. Como todo el mundo sabe, satanás es el tentador, el enemigo, la serpiente, la causa de la condenación, el enemigo de Dios, la soberbia con cola (Dios le quitó las patas), la malignidad en el máximo grado que se conoce. No debe ser grato convivir con tan mal encarada criatura. Y no es sólo ella. Es toda su cohorte. Satanás no ha tenido hijos, pero criaturas ha dominado tantas como disfraces se ha puesto. Todas buitrean con ella en el infierno, que fue creado precisamente para satanás y sus ángeles. Nos ha hecho mucho daño: es el tentador, el que corrompió a Eva, el que engañó a Adán, el que le intenta engañar a usted, el que se disfraza de virtud para que usted peque. Si en esta tierra andar con malas compañías no es aconsejable, andar con satanás en el infierno por toda la eternidad es el precio que se paga cuando dejar las malas compañías ya no tiene remedio. Como los matones de prisión, satanás coletea e incluso estando en el infierno no le dejará dormir, le escupirá en la cara, le llamará tonto -y llevará razón- y lo tomará como esclavo para que le pague con trabajos forzados la estupidez de haberle hecho caso.
En un contexto así, a nadie extrañará el séptimo tormento: imprecaciones, desesperación, maldiciones, blasfemias. No son cosas iguales. Es más: son bastante distintas. Pero tienen la misma raíz: el odio a Dios, característico de los que ya nunca podrán amarle, porque su pena es existencial, hace ulular de rabia a los que padecen las consecuencias de su propio pecado. No es una consecuencia de todo lo anterior. Es otra faceta de lo mismo. No es que, como ya no hay remedio, surge el odio. Es que el odio hace surgir los insultos a la divinidad; la proximidad de los demonios genera las maldiciones; la consciencia de la inmutable condena engendra la desesperación; el deseo de mal a los vecinos provoca las maldiciones. El propio ser, que ya no tiene nada de bueno sino lo que le queda de pura y simple creación, convierte en locos a los que no pueden razonar correctamente porque no entienden cómo funciona la realidad, con la que vivirán para siempre desacompasados. Por eso gritan. Es su nuevo y sempiterno tono de voz.
Y luego están los tormentos específicos para cada uno. Los mandamientos se resumen en 10. Los tormentos específicos también. El que robó es atormentado con lo mismo que robó y con la mano que robó. El que compartió lecho, excuso decirle dónde sufrirá, porque le va a doler ya ahora. El que miró indecentemente, verá lo que es bueno. Es el testimonio de Santa Faustina Kowalska, que estuvo allí:
Usted, si quiere, siga creyendo que el infierno no existe. Los incrédulos son muchos más que los creyentes. Ya que la fe es un don. Pero, si tiene fe, no juegue con ella. Pida a Dios que la conserve para siempre, igual que hay que pedir el pan nuestro de cada día y que nos libre del maligno, como hacemos en el Padrenuestro. Santa Faustina también dedicó un pensamiento a los incrédulos, algo específico, cuantitativo. No sólo por la intensidad («lo que he escrito es una débil sombra de las cosas que he visto») sino porque «la mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe»:
No sea tonto. No se deje engañar. El infierno existe. De ahí no se sale. En cambio, del purgatorio sí se sale. Esa es la cuestión. RECE por las almas del purgatorio. INTERCEDA por cuantos están sufriendo una pena, pero temporal, orientada a su plena y definitiva conversión, a su entrada en el Cielo. Para más información sobre qué es el purgatorio y sus diferencias con el infierno, haga click en el lugar de su preferencia: