Hoy la Iglesia Católica celebra la festividad de San Juan Pablo II. Durante su largo pontificado (16.10.1978 – 2.4.2005, festividad de la divina Misericordia) se ocupó muchas veces de las almas del purgatorio. Andando el tiempo, iremos glosando varias. De momento vamos a mencionar dos: el catecismo que él mismo aprobó, y su catequesis durante la audiencia general de 4 de agosto de 1999, festividad de San Juan María Vianney, llamado «el Cura de Ars».
Enseña Juan Pablo II que el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio». En el Antiguo Testamento se pueden captar elementos para comprender esta doctrina: no se puede acceder a Dios sin purificación. Lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. La integridad se impone después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis: el pecador reconoce su culpa y pide ser purificado para poder proclamar la alabanza divina.
En el Nuevo Testamento, Cristo se revela como el intercesor, el sumo sacerdote el día de la expiación, quien entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro. Es Sacerdote y al mismo tiempo, víctima por los pecados de todo el mundo. Jesús se revelará al final de nuestra vida cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre. La infinita misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios. Durante nuestra vida terrena estamos llamados a crecer en el amor, para entrar en presencia de Dios Padre y somos invitados a purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta: hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección. Y tampoco es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino.
La enseñanza de la Iglesia es inequívoca y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30)» Lumen gentium, 48.
La tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve la comunión de los santos: quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032). Por lo que es muy necesario rezar por las almas del purgatorio:
“Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.”
Juan Pablo II, Catequesis en la audiencia general de 4.8.1999
Para entender la figura de Juan Pablo II recomendamos estos libros
Stanisław Dziwisz, Secretario personal de Juan Pablo II desde el 8 de octubre de 1966 hasta el 2 de abril de 2005, escribe sus memorias junto a Juan Pablo II.
Juan Pablo II cuenta la historia de su propia vocación al sacerdocio.
«Busco de dónde mana mi vocación. Fluye allí, en el Cenáculo de Jerusalén». Son las primeras palabras de un libro tristemente agotado. Pueden encontrar algún ejemplar buscando en la red. Uno haciendo click aquí.
de Manuel María Bru Alonso (Autor), Juan José Omella Omella (Colaborador)
de José María Zavala (Autor) y Borja Zavala (Autor)