Usted y yo nacimos en pecado. Se llama pecado original. Todo el que viene al mundo nace manchado. Lo manchó Adán, con su pecado, que, además de ser personal de él, fue también de toda la especie. El pecado de Eva es sólo personal, pero por tanto también necesita redención. Una redención muy personal, porque no es la de la especie, sino la suya, por su transgresión primero y por su escándalo después. Eva escandalizó a Adán tanto como Satanás había antes escandalizado a Eva. Los detalles, en el capítulo 3 del libro del Génesis.
0402 Todos los hombres están implicados en el pecado de Adán. San Pablo lo afirma: «Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rm 5,19): «Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron…» (Rm 5,12). A la universalidad del pecado y de la muerte, el apóstol opone la universalidad de la salvación en Cristo: «Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida» (Rm 5,18).
Además, usted y yo cometemos pecados personales, mayores o menores, porque uno de los efectos del pecado original es habernos dejado «tocados», inclinados al pecado, al pecado personal.
403 Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es «muerte del alma» (Concilio de Trento: DS 1512). Por esta certeza de fe, la Iglesia concede el Bautismo para la remisión de los pecados incluso a los niños que no han cometido pecado personal (cf. ibíd., DS 1514).
El efecto conjunto del pecado original y del pecado personal es la necesidad de redención. Para que se cumpla el fin último de nuestra creación personal, que es la santificación de cada uno, hace falta la gracia de Dios, y esta de modo particular, porque primero hemos de ser limpiados del pecado, y luego santificados. En eso consiste la redención: en que Jesucristo mismo nos liberó del Satanás, del pecado y de la muerte. Y no de cualquier manera, sino entregando con mucho -muchísimo- dolor corporal su vida mediante el derramamiento de su sangre en su gloriosa Pasión.
410 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (cf. Gn 3,9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (cf. Gn 3,15). Este pasaje del Génesis ha sido llamado «Protoevangelio», por ser el primer anuncio del Mesías redentor, anuncio de un combate entre la serpiente y la Mujer, y de la victoria final de un descendiente de ésta.
Adán es el padre de todos los hombres. Si todo padre es putativo («mater semper certa est, pater aliquando»), en este caso no hay duda alguna, porque ha sido el Espíritu Santo el que ha revelado la paternidad universal de Adán. Jesucristo no es padre de nadie.
Jesucristo es el nuevo Adán, porque si en Adán todos fuimos condenados, en Jesucristo todos -también Adán- fuimos liberados de la esclavitud referida. Así nos lo revela el Espíritu Santo por boca de San Pablo. Por nuestro Señor Jesucristo hemos obtenido la reconciliación: «lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque todos pecaron… Pues, hasta que llegó la ley había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputaba porque no había ley. Pese a todo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que tenía que venir» (Romanos, V, 11-15). Y más adelante: «lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo, en su venida; después el final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte, porque lo ha sometido todo bajo sus pies. Pero, cuando dice que ha sometido todo, es evidente que queda excluido el que le ha sometido todo. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos» (I Corintios, XV, 22-28).
411 La tradición cristiana ve en este pasaje un anuncio del «nuevo Adán» (cf. 1 Co 15,21-22.45) que, por su «obediencia hasta la muerte en la Cruz» (Flp 2,8) repara con sobreabundancia la desobediencia de Adán (cf. Rm 5,19-20). Por otra parte, numerosos Padres y doctores de la Iglesia ven en la mujer anunciada en el «protoevangelio» la madre de Cristo, María, como «nueva Eva». Ella ha sido la que, la primera y de una manera única, se benefició de la victoria sobre el pecado alcanzada por Cristo: fue preservada de toda mancha de pecado original (cf. Pío IX: Bula Ineffabilis Deus: DS 2803) y, durante toda su vida terrena, por una gracia especial de Dios, no cometió ninguna clase de pecado (cf. Concilio de Trento: DS 1573).
Y no sólo liberados, sino constituidos en hijos de Dios. Como dice San Juan: «mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es». (III Carta de San Juan, III, 1-2).
601 Este designio divino de salvación a través de la muerte del «Siervo, el Justo» (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Co 15, 3) que «Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras» (ibíd.: cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a
los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
Eva es la madre de todos los hombres, y por tanto, de ella, como también de otras muchas mujeres que se cuentan entre sus ancestros, desciende Jesucristo en cuanto que hombre, pues Éste asumió verdaderamente la condición de hombre sin dejar de ser Dios. La Escritura revela que Jesucristo desciende de Adán y de Eva aunque no la mencione directamente. San Lucas no cita a ninguna mujer entre los ancestros de Nuestro Señor: sólo menciona los padres, no las madres. San Mateo tampoco menciona las madres, con cuatro excepciones: Tamar, Rahab, Ruth y Betsabé, Y a esta última ni siquiera la cita por su nombre, sino por el de su primer marido.
Pero en María nada de esto es así. Porque María fue creada de otra manera. No como yo y como usted. Sino con una creación segunda excelsa.
En teología se llama «creación segunda» a la creación de cada alma. Se denomina así porque la creación primera es la creación de todas las cosas materiales: el mundo y todo lo que hay en él. Pero a la creación del mundo sigue el nacimiento de cada hombre, que tiene su propia alma, la cual no está en un almacén, sino que es creada por Dios ante cada llamada a la vida humana, y por eso se dice «segunda», pues si la creación del mundo fue un acto único y universal, a ésta sigue una creación mucho más importante, ya que la santidad -el bien el alma- de una sola persona tiene mayor valor que la creación entera, como explica santo Tomás de Aquino: «Bonum unius gratiae maius est quam boum naturae totius universi» (S. Th., I-II, q. 113, a. 9 ad 2), o sea: la salvación de uno solo vale más que toda la creación junta (véase SÁNCHEZ SORONDO, Marcelo, La gracia como participación de la naturaleza divina según santo Tomás de Aquino, 1921).
La creación del alma de María necesariamente tuvo que ser inmaculada, porque Dios no podía nacer de nadie manchado por el pecado.
490 Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios.
Su alma fue redimida desde la concepción, quedando preservada inmune de toda la mancha del pecado original:
491 A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios (Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: «… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (Pío IX, Bula Ineffabilis Deus: DS, 2803).
Fue redimida toda entera en atención a los méritos de su Hijo, desde el origen, desde su primer instante, desde la creación de su alma y de su cuerpo. Ni siquiera Luzbel, el ángel caído, fue creado con tanta belleza: Nadie, nunca, jamás, salvo su propio Hijo, tuvo tan inconmensurable hermosura:
492 Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» (LG 56), le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG 53). El Padre la ha «bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha «elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (cf. Ef 1, 4).
En María no sólo no hubo traza alguna de mancha o pecado desde su inmaculada concepción, sino que jamás nunca después hubo en su alma ningún pecado. Esto va más allá de la inmaculada concepción, porque no se refiere sólo a cómo fue concebida, sino a cómo ejerció y ejerce su libertad, poniéndose como esclava del Señor en toda ocasión de su vida, en trance de una santificación constante:
493 Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» (Panaghía), la celebran «como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo» (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 402
El Concilio de Trento dejó bien claro que no hay ni hubo ningún pecado personal en María:
Can. 23. Si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni perder la gracia y, por ende, el que cae y peca, no fué nunca verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema [cf. 805 y 810].
Concilio de Trento, Cánones sobre la justificación, Canon 23. Puede verse en Enrique DENZINGER, El Magisterio de la Iglesia. Trad. Daniel RUIZ BUENO, Barcelona, Herder, 1963.
El cuerpo de maría no le anda a la zaga a su alma, ni en perfección ni en hermosura. Téngase en cuenta que Jesucristo no tiene padre carnal, sino adoptivo: José de Nazaret. Su Padre es la primera persona de la Santísima Trinidad, toda vez que la personalidad de Jesucristo no es humana, sino divina, y no cambia ni se pierde con la encarnación. Pero como su cuerpo, el de Cristo, necesariamente tenía que ser perfecto hasta el punto de agregar en sí, no sólo todas las perfecciones posibles, sino incluso las imaginables, como corresponde a Dios cuando se hace hombre, estas perfecciones, también la belleza y la perfección genética, tenían que salir de algún sustrato material, y sólo podía haber uno: la persona de María, que, para entregar a su Hijo toda perfección, la recibió ella primero. En su cuerpo también, siendo así los cuerpos de María y de Jesús idénticos en perfecciones, con la natural diferencia que deriva de que Ella es mujer y Jesucristo es hombre. María es un doble premio para la humanidad. No sólo por su alma. También por su cuerpo.
María es madre de todos nosotros. Esto no por naturaleza, sino por nuevo don de Dios, en la cruz, inmediatamente antes de entregar voluntariamente su alma a la muerte en sacrificio final por todos nosotros:
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio. Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Teniendo tan grande madre, celebrando hoy el día de la inmaculada génesis de María, y siendo una la iglesia militante con la purgante ¿cómo no íbamos a celebrar hoy un enorme indulto en el Cielo? Hoy es día de principal culto, y por tanto de especial misericordia:
2177 La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, §1).
«Igualmente deben observarse los días de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos» (CIC can. 1246, §1).
En un día como hoy hay -como en todos los demás días- muchas maneras de ganar indulgencia plenaria y aplicarla por las almas del purgatorio. Quizá el modo idóneo sea también el modo más sencillo: el rezo del Santo Rosario. Como dice el Manual de Indulgencias, además de los criterios generales, debe procederse así: se concede indulgencia plenaria cualquier día del año al fiel cristiano que rece devotamente el Rosario mariano en una iglesia u oratorio, o en familia, en una comunidad religiosa, en una asociación piadosa y, en general, en cualquier reunión de fieles.
El Rosario es una determinada manera de orar en la que distinguimos veinte decenas de Avemarías, intercalando la oración del Señor, y meditando piadosamente en cada una de estas decenas los misterios de nuestra redención. Sin embargo, se introdujo la costumbre de llamar también Rosario a una cuarta parte del mismo. Respecto a la indulgencia plenaria, se establece lo siguiente: a) Basta el rezo de sólo una cuarta parte del Rosario; pero las cinco decenas deben rezarse seguidas. b) A la oración vocal hay que añadir la piadosa meditación de los misterios. c) En el rezo público, los misterios deben enunciarse de acuerdo con la costumbre admitida en cada lugar; en el rezo privado, basta con que el fiel cristiano junte a la oración vocal la meditación de los misterios.
Y acuérdese de que le estamos esperando. En esta cofradía las metas son dos: ofrecer cada día una indulgencia plenaria por las almas del purgatorio y traer un cofrade cada año. ¿Será el próximo usted? Porque le estamos esperando.
Por cierto, acuérdese de que para ganar una indulgencia plenaria, de entre las condiciones generales, la más difícil de cumplir es esta: la aversión a todo pecado, incluso venial. Y para tal finalidad ¿qué hay mejor que encomendarse a la oración de una madre como la nuestra, que nunca tuvo ni cometió pecado alguno?