Para Pilatos, para Anás, para Caifás, para satanás, para todos los enemigos de Jesucristo, el gran golpe, la gran sorpresa, lo que no se podían imaginar, era que Aquél al que habían asesinado, iba a resucitar por su propio poder.
Jesucristo había resucitado a Lázaro, y el milagro, patente para todos, porque el muerto llevaba cuatro días enterrado y ya apestaba, fue tan grande que decidieron matarlo. No al muerto, sino a Jesucristo. Una reacción bastante sorprendente, pero tan real como el odio. Así lo explica el padre Luis de La Palma:
Fue tan evidente y se divulgó de tal modo el milagro de la resurrección de Lázaro, fue tanta su luz, que aquellos judíos acabaron por verse ciegos del todo. Aunque muchos creyeron, otros, movidos por la envidia, fueron a Jerusalén (Jn. XI, 46) para contar y murmurar de lo que en Betania había sucedido. Por este motivo se reunieron los pontífices y fariseos en consejo, y decidieron poner fin a la actuación del Señor porque, de no hacerlo así, todos creerían en él, y los romanos podrían pensar que el pueblo se amotinaba y se rebelaba contra ellos y, en represalia, destruirían el templo en la ciudad. Con este miedo, o quizá disimulando su envidia y su odio hacia Jesús con falsas razones de interés público, no encontraron otro camino para atajar aquellos milagros que acabar con Él y, así, decidieron dar muerte al Salvador. El Espíritu Santo movió a Caifás, por respeto a su oficio y dignidad de sumo sacerdote, quien promulgó la resolución a que había llegado el consejo: es conveniente que muera un hombre solo para que no sea aniquilada toda la nación. Y este dictamen no lo dio él por cuenta propia, sino que, como era Pontífice aquel año, profetizó que Cristo nuestro Señor había de morir por su pueblo, y no solamente por el pueblo judío, sino también por reunir a las ovejas que estaban disgregadas (v. 51) y llamar a la fe a los que estaban destinados a ser hijos de Dios. Desde este día estuvieron ya decididos a matarle y, como si fuera un enemigo público, hicieron un llamamiento general diciendo que todos los que sepan dónde está lo digan, para que sea encarcelado (v. 56) y se ejecute la sentencia.
Luis DE LA PALMA, La Pasión del Señor, 18.ª edición, julio de 1995, traducción de Pedro Antonio Urbina, Madrid, Ediciones Palabra, 1971, páginas 9 y 10.
Hasta aquí, vale. Quien es capaz de resucitar a muertos es muy peligroso para una religión que no es capaz de hacer milagro alguno. Porque la gente no es tonta y se da cuenta de que el que hace milagros tiene poder, y el otro tiene solo boquilla. Es evidente para todos que ha llegado el Mesías, y hay que reconocerlo. Los milagros lo acreditan. Pero eso supone un riesgo importante para el propio estatus, porque uno deja de ser sumo sacerdote y se convierte en uno más. Se queda sin dinero, sin posición social, sin gente que le adulr. Las personas dejarán de levantarse cuando pase… el orgullo pasará a ser humillación. Esto no puede ser, y hay que acabar con quien hace tales milagros.
Quienes pensaban así creían que, cuando Jesucristo hubiera muerto y todo hubiera terminado para Él, de una u otra manera las cosas volverían a ser como eran, y ellos seguirían sacrificando en el templo y siendo los controladores de una religión en la que creerían más o menos, pero desde luego no por razones sobrenaturales, ya que dejaron de identificar lo más importante que tenían que haber reconocido, no solo en toda su vida sino en toda la historia de Israel: al Mesías.
El efecto que se produce para Caifás y compañía es que matando a Jesucristo empieza una vida nueva porque hay un problema menos y todo sigue igual que antes estaba.
Este era el planteamiento de Anás y de Caifás, y de todo el Sanedrín, porque de ninguna manera les cabía en la cabeza que Aquél al que iban a torturar y matar, iba a resucitar al cabo de día y medio.
Este era también el planteamiento de Pilatos, que se lavó las manos pensando que Jesús era un don nadie, que él conseguía un éxito político enorme, porque se había hecho amigo de Herodes y había sometido a los judíos, que se declararon colectivamente súbditos del César («no tenemos más rey que al César»), y que además habían asumido la culpa del asesinato, por lo que él podía perfectamente eludir su propia responsabilidad, o eso creía («caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos»). Si dejaba que lo mataran, la injusticia se cometía, pero a él le venía muy bien. Así que aprovechó la circunstancia. Pero de ninguna manera se le pasó por la cabeza que Jesucristo fuera a resucitar al cabo de día y medio, por su propio poder. No es que viniera alguien a resucitarle, como había hecho con Lázaro el propio Jesucristo, sino que él mismo iba a resucitar por su propio poder. Algo inaudito e inimaginable. Pero tan real como que sucedió.
El suceso, además de ser el chasco más gordo de la Historia, tiene una dimensión sobrenatural enorme, porque su muerte fue esencialmente liberadora, de tal modo que todas las personas que, habiendo vivido una vida justa, se encomendaron a la venida del Mesías como única fuente de su propia salvación; y todas las personas que, a partir de la Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, nos hemos encomendado a los méritos de su Pasión y de su Cruz para poder resucitar con Él por medio de nuestra integración en su Persona por medio del bautismo y de las obras buenas que en nuestra vida podamos añadir a su Pasión y su Cruz («nos ha sido dado no sólo creer en Cristo sino también padecer por Él», Filipenses, I, 29), tenemos la posibilidad de ser limpiados en el purgatorio, o incluso en esta vida, para poder resucitar con Él.
Es decir: el chasco consiste en que, no sólo resucita Él, sino que resucitamos todos con Él, siempre que vivamos con él (Romanos, VI, 5 – 11).
En esta Cofradía no paramos de insistir en la necesidad de vivir la caridad de este modo peculiar, imitando a Jesucristo, atrayendo los méritos de su Pasión y de su Cruz en beneficio de personas que están en el purgatorio, ofreciendo para ellos los méritos de Cristo. Lo que se puede conseguir, por la misericordia de la Iglesia, administradora de sus méritos, que nos permite hacer obras de caridad y con ellas ofrecer indulgencia plenaria para conseguir la entrada definitiva en el Cielo de personas que se encuentran actualmente en el purgatorio.
Es muy importante que ustedes metan en su conciencia la necesidad de dedicar un tiempo cada día para ofrecer una indulgencia plenaria por algún alma que se encuentra en el purgatorio.
El modo de hacerlo y la necesidad de tener esta caridad con quienes están sufriendo el verdadero final de su vida, lo encontrarán haciendo click aquí o haciendo click aquí.